Estado de shock, la muerte imprevista

En estado de shock se quedó uno de mis amigos. De los más queridos. La vida y la muerte se dan la mano. Siempre ha sucedido y siempre sucederá. La muerte la vemos lejos, muy lejos. Como si no fuera con nosotros. Como si decidiéramos cuándo la invitamos a la fiesta de la vida. Pero no.

Generalmente no la invitamos y en muchas ocasiones ni se la espera. Excepto en enfermedades terminales. O cuando la edad y los achaques invaden la intimidad.

La señora muerte tiene vida propia. Hace lo que le da la gana. Me lo cuenta este amigo mío, quien todavía está afectado. Y eso que está acostumbrado a reflexionar sobre el sentido de la existencia. Sobre la dicha de vivir. Disfrutándola. Sabiendo que con cada día de vida, la sombra de la muerte se aproxima. ¿Y qué? Vive como si no hubiera un mañana. Sintiendo el milagro de cada instante. Es un apasionado.

Le admiro por cómo gestiona los vaivenes de su mundo emocional. Por su reiterada confianza en la vida. Por su apuesta a no caer en victimismos. Es por eso que me sorprendió al verle como lo vi.

Era un día entresemana, me sigue contando mi amigo. Se despertó como siempre. De talante alegre porque así es él. Quedó para desayunar con una pareja amiga. Comparten una feliz noticia. Ella está embarazada. De siete semanas. Están exultantes y se lo quieren comentar. Claro que sí. Hacen planes sobre el futuro más inmediato. Tal vez cambio de casa, una más cómoda y grande ahora que viene un bebé. En las afueras de la gran ciudad por los precios desorbitados en la capital catalana. Pero están ilusionados, me cuenta mi amigo, muy ilusionados.

Con esa feliz buena nueva se fue al gimnasio. Rió y disfrutó con sus compañeros de ejercicio. Le encanta sentir su cuerpo activo, acelerando su respiración. Acercándose a los límites de su resistencia. Es un chute de energía. Y la ducha lo alimenta.

Está listo para ir a comer con los padres, ya mayores. Tienen aquella edad donde las visitas hospitalarias se convierten en rutinas no muy deseadas. En estos encuentros se habla un poco de todo. De alegrías y frustraciones. Del día a día y de la eternidad. Del sentido de todo eso. Mientras comen juntos.

Y después, al trabajo. En ese punto de su historia, mi amigo cambia el tono. Alza la mirada hacia su izquierda, rememorando un instante. El instante que nunca olvidará. Sucedió una hora antes de finalizar la jornada laboral. Sonó el móvil de una de las compañeras. Unas pocas palabras de difícil consuelo. Un accidente de coche y sus padres muertos. El resto de colegas callaron. Silencio. El tiempo se dilata una eternidad.

Mi amigo cuenta que cuando volvió a casa no podía sacarse de encima una sensación que no tiene nombre. Un impacto, un vacío. Nostalgia, torpeza… No hay consuelo posible en la inmediatez. Tal vez sólo acompañar a su compañera de trabajo desde la distancia y el respeto. Tiempo al tiempo. Y sin consejos. Difícil.

En ese punto mi amigo y yo recordamos juntos entonces, la novela Momo, de Michael Ende. Donde los hombres de gris van retirando el tiempo a un banco del tiempo. Y los humanos se van quedando sin tiempo. Sin tiempo para sentir y vivir. Sin tiempo para cocinar la pérdida y el dolor. La muerte es la muerte.

Hoy sin consejos, sin palabras. Sólo el abrazo fiel del alma. Sin prisas con el tiempo. Y la canción de Sílvia Pérez Cruz, Vestida de nithttps://bit.ly/2LBSYRn